Había entregado Sefarad en la editorial y estaba a punto de corregir las pruebas cuando me di cuenta de que necesitaba añadir una más a las historias del libro: la que me contó una señora, antigua amiga de la madre de Elvira, que vino una tarde a casa a tomar café. De golpe su relato pertenecía al libro que unas horas antes yo daba por terminado.
A lo largo de los años, en sitios diversos del mundo, he sabido muchas más historias que hubiera podido incluir en Sefarad. Algunas de ellas me las contaban de viva voz o por escrito personas que habían leído el libro. Otras me llegaban por puro azar. Unas historias llevan a otras, y casi sin ningún esfuerzo se integran en una narración que solo parcialmente es mía. Un libro mucho más amplio que el que yo escribí, del que mi novela sería solo una parte.
Hace unos días recibí una carta que era como otro capítulo añadido. Su autora se llama María Regla Pérez. Me impresionó tanto que le pedí permiso para copiarla aquí:
Me ha ocurrido algo extraordinario leyendo “Sefarad” y quería compartirlo con usted, por haberlo hecho posible. Concretamente, me ha sucedido leyendo “Tan callando” y ha sido una experiencia maravillosa e irrepetible.
He escuchado a mi abuelo paterno contándome uno de los episodios más importantes de su vida, pero no como se lo escuché contar cuando tenía casi ochenta años, con una voz que se apagaba y se rompía con la emoción contenida, sino como si hubiese tenido en mis manos el diario que perdió estando en el frente de Leningrado. Tenía que pasarme continuamente las manos por la cara para que las lágrimas no me impidiesen seguir leyendo.
Todavía le escribo con el corazón encogido y ya ha pasado más de una semana. Quería terminar la novela antes de hacerle llegar esta nota de agradecimiento.
Mi abuelo se llamaba Ildefonso Pérez Ortíz y nació en Pilas, en 1920. Se alistó como voluntario en la División Azul por las mismas razones que el profesor emérito José Luis Pinillos y también, como él, ganó una Cruz de Hierro, él mismo no se explicaba muy bien porqué. Argumentaba que era una cuestión azarosa lo de la supervivencia. Seguramente compartiría con el profesor Pinillos buena parte de las sensaciones y experiencias que describe en “Narva”. Aquello de que no sabían porque no estaban dispuestos a saber. Dicen que no hay peor sordo que el que no quiere oir.
Lo que quería decirle es que mi abuelo salvó su vida gracias a una mujer rusa de cierta edad, que podría haber sido su madre. Salvando algunos detalles, el episodio que cuenta en “Tan callando” es idéntico. Anduvo perdido varios días por un bosque de nieve hasta que llegó arrastrándose a la choza y su primer instinto fue acercarse al fuego para calentarse. La señora, que estaba sola, le apartó del fuego de un empujón y calentó agua para frotarle las manos y que fuese entrando en calor. Le cuidó como si fuese su hijo y arriesgó su vida para salvarlo.
Cuando llegaron los guerrilleros rusos mi abuelo temblaba de miedo sobre el jergón y ella les convenció de que era su hijo, que estaba enfermo. Su uniforme y su pistola bajo el jergón.
Mi abuelo no sabía ruso, pero algo pudo entender.
Cuando me lo contaba, él que nunca hablaba de la guerra, no me hablaba de Dios. Mi abuelo era creyente pero no me hablaba de azar, ni de la mano de Dios sino de humanidad.
Muy poco después de que los guerrilleros se marcharan, la señora le pidió a mi abuelo que se fuese y nada más supo de ella.
Poco después fue herido por una bomba anticarro cerca de Leningrado y su padre hizo todo lo posible porque regresase a casa.