El oficio del escritor, como el del fotógrafo, consiste en gran parte no en ver lo que no ha visto nadie sino en ver plenamente lo cotidiano que está a la vista de todos, lo que ocultan o dejan borroso la distracción, la costumbre, el prejuicio, la egolatría que hace que en todo se vea solamente a uno mismo. También es en parte el oficio del científico: la ciencia moderna empieza más o menos en el momento en que Galileo ve la Luna, la ve de verdad, de manera que se da cuenta de que no es la esfera perfecta de la ortodoxia aristotélica. Vivir en una casa, en una ciudad, casi inevitablemente es dejar de verlas. Por eso es tan beneficiosa la visita del forastero atento al que hacemos de guía, de modo que vemos las cosas a través de su asombro.
Cruzo ayer distraído Broadway por la esquina de la calle 12, yendo hacia el laberinto tentador de la librería Strand, en el mediodía día de llovizna, y al mirar instintivamente hacia el norte, por donde viene el tráfico, veo como si fuera por primera vez el Empire State Building, apareciendo de golpe como un gigante en la niebla, emergiendo de ella.