Si uno pusiera juntas las músicas que lo estremecen más hondamente el conjunto sería equivalente a una autobiografía íntima, una confesión impúdica sin palabras. En los últimos tiempos yo he regresado a dos capítulos: uno de ellos, la Primera Sinfonía de Mahler, y dentro de él su tercer movimiento, con esa monótona melodía de Frère Jacques que deriva en efusiones de música klezmer, como recuerdos de infancia del propio Mahler; otro capítulo, el cuarteto opus 132 de Beethoven, de principio a final, pero más poderosamente todavía el tercer movimiento y el quinto: la gradual lentitud que acaba suspendiendo el tiempo y luego el brío de la afirmación de la vida.
La Primera de Mahler se la escuchamos hace un par de semanas a la Filarmónica, dirigida gloriosamente por Jaap van Zweeden, que electrizó con su entusiasmo a una orquesta a veces demasiado formularia. El opus 132 de Beethoven lo tocó el cuarteto Emerson: ese tercer movimiento que tiene una parte de acción de gracias por la recuperación de una enfermedad me recordó a otra obra tardía de un viejo enfermo, el Goya que se autorretrata en los brazos del médico que le salvó la vida. Ese día me compré un estuche con las grabaciones que el Emerson ha hecho de todos los últimos cuartetos. Lo escuchaba esta tarde en casa, y sin necesidad de una sola palabra la música me explicaba lo que soy, lo que deseo, lo que añoro, lo que me da miedo, lo que me hace sentir que vivo. Me limpiaba de lo feo y lo turbio que también está dentro de uno y que se percibe algunas veces en las palabras biliosas dichas o escritas solo para ofender.