Estamos en el filo del abismo y parece que no pasa nada. Nos encontramos ante la peor crisis desde el final de la dictadura y seguimos entretenidos con los sectarismos, con los narcisismos identitarios, con las politiquerías de siempre, con las bromitas gamberras de creernos rebeldes porque silbamos un himno, de creernos radicales porque obedecemos una ortodoxia beata. Yo me acuerdo muy bien de como era 1977, 1978. También me acuerdo de 1973 y 1974. Todo lo que tenemos ahora y despreciamos y quizás solo valoraremos cuando lo hayamos perdido era entonces en gran medida una quimera. Todo lo que hemos disfrutado sin ninguna gratitud durante más de treinta años parecía inalcanzable. Hay dos maneras de juzgar lo que se tiene: una, comparándolo con un ideal de perfección, con un paraíso futuro o un paraíso pasado cuyo principal mérito común es que nunca han existido; otra, comparar con lo que teníamos antes, o con lo que tienen otros, en casi todo el mundo. España, claro, no es la sociedad más justa ni más igualitaria: pero es más justa, por ejemplo, que Estados Unidos, y más igualitaria y habitable que la mayor parte de los países del mundo. La imensa mayoría de nosotros nos hemos beneficiado de este sistema democrático hacia el que casi nadie siente ninguna obligación ni ninguna lealtad. Los que quieren autogobierno han tenido más del que tuvieron nunca, salvo en sus reinos de fantasía medievales o neolíticas; los que queremos igualdad ante la ley, libertad de expresión y servicios públicos fundamentales los hemos tenido y los tenemos más que en la mayor parte de los países del mundo real. Cómo es pasar una enfermedad grave en Estados Unidos y no tener un seguro suficiente para cubrirla; o querer darle una educación decente a los hijos.
Hay muchas cosas que a mí no me gustan en mi país, claro que sí. Lo digo alto y claro siempre que puedo. Pero he vivido en un país mucho más pobre y en un país sometido a una dictadura y sé cuál es la diferencia. Y sé que en estos momentos o buscamos por una vez defender entre todos lo mejor o vamos a hundirnos todos juntos. Llevamos treinta y tantos años cultivando diferencias, haciéndolas irreconciliables, inventándolas cuando no existían, echando sal en las heridas, prefiriendo la discordia, poniendo la tribu por encima de la ciudadanía. Y al mismo tiempo disfrutando de las libertades y los servicios de una sociedad avanzada. Tenemos casi seis millones de parados y una depresión atroz y seguimos negándonos a abrir los ojos, a encontrar cosas en común, a distinguir lo necesario de lo superfluo, a decidir razonablemente a qué cosas habrá que renunciar para salvar las imprescindibles. La energía necesaria para encontrar soluciones prácticas la seguimos dedicando, alentados por la chusma política, a buscar chivos expiatorios, a repetir eslóganes antes que a elaborar argumentos, a afirmarnos ferozmente mediante la negación de lo que creemos que no somos, que casi siempre es una parte de lo que somos.
Sucedió algo parecido en otra de las crisis pasadas, la más grave de todas, la del principio de la guerra civil. Los militares, los terratenientes y la iglesia católica se levantaron contra la República y cada una de las fuerzas que hubiera debido defenderla consideró que había llegado la ocasión de aprovechar el desastre para cumplir sus fines particulares: los anarquistas el paraíso anarquista, los socialistas de Largo Caballero el gobierno de Largo Caballero, los catalanistas la independencia de Cataluña, los nacionalistas vascos la independencia de Euskadi, etc. Esa República por la que ahora parece existir tanta nostalgia no tuvo a nadie o a casi nadie que la defendiera. Manuel Azaña, Juan Negrín, Indalecio Prieto, que creían en ella, se encontraron trágicamente solos. El resultado fue una guerra espantosa y casi cuarenta años de tiranía.
Demasiada gente está sufriendo ya para que sigamos sin tomarnos en serio la posibilidad de la ruina, la necesidad angustiosa de poner los cinco sentidos en lograr que las cosas puedan ser algo mejores para todos. Lo que suele venir cuando se hunde una democracia imperfecta no es una democracia perfecta ni un paraíso sino una calamidad seguida de una dictadura. Así que habrá formas más fértiles de heroísmo o de rebeldía que abuchear un himno en un partido de fútbol.