La bicicleta multiplica el alcance de los paseos. Llegar caminando por la orilla del Hudson desde mi casa hasta la punta sur de la isla me cuesta algo más de dos horas. En treinta minutos he llegado esta mañana a Battery Park, a la explanada junto a la cual se toma el ferry que va a la estatua de la Libertad. Hoy hacía una mañana de niebla y llovizna ligera y el camino estaba casi deshabitado. La tranquilidad de no tener que ir sorteando a la gente y los otros ciclistas me permitía mirar con más atención: a un lado, la anchura agrisada del río; al otro, los edificios de Riverside Drive, y más abajo los grandes almacenes portuarios, las torres de cristal, algunas de extraordinaria belleza, que brotaron en los años de prosperidad sobre los tejados de Chelsea -dos de ellas, las que más me gustan, creo que son de Richard Meier. Cuando más se avanza hacia el sur más intenso se vuelve el olor del océano, traido por un viento contra el que a ratos me cuesta pedalear. Todo se ensancha de pronto y la bruma agranda las distancias: intuye uno de golpe la presencia inmensa del mar. Al fondo, la ruta por la que entraban los transatlánticos. Nítidas en la lejanía, diminutas, la estatua de la Libertad, los torreones de Ellis Island, donde se hacinaban los emigrantes recién llegado de Europa, los pobres, los hambrientos, los fugitivos, los expulsados, los que nadie quería.
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