La canción del verano

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Me acuerdo de dónde y cuándo escuché por primera vez Summertime, mucho antes de saber que era parte de una ópera que se titulaba Porgy and Bess, o de saber quiénes habían sido George y Ira Gershwin. La escuché en el verano de los dieciseis años en la máquina de discos de un bar angosto y probablemente sucio que había en la calle Real de Úbeda, cantada por Janis Joplin. De modo que hace cuarenta años que esa canción forma parte de mi vida. Cuántas veces la habré escuchado, en cuántas versiones, siempre diversa y siempre la misma, la que me emocionó tanto escuchada por casualidad entre el ruido de un bar, la que sobrecoge nada más comenzar una representación de Porgy and Bess, cuando el ritmo sincopado del preludio se amansa y aparece en escena una mujer negra con un bebé en brazos que lo acuna cantando una nana, Summertime an’ the livin’ is easy/fish are jumpin’ an’ the cotton is high.

La escuché ayer de nuevo, viendo en un teatro de Broadway una versión abreviada y trivializada de Porgy and Bess.  El montaje no es gran cosa, aunque las voces son magníficas, pero cuando empieza Summertime se me pone un nudo en la garganta y me da pudor y tengo que disimular porque se me humedecen los ojos, como cuando escucho la nana de Manuel de Falla cantada por Victoria de los Ángeles, o cuando escucho Campanera cantada por Joselito. No es lo mismo, claro, pero el lugar íntimo de uno que toca la música sí lo es, y solo la música llega tan hondo, como un batiscafo de las profundidades del alma, o de la memoria.