De nueve a diez, casi todas las mañanas, escucho el BBC World Service, el boletín internacional de noticias de la BBC. Siempre es admirable: informativo, muy riguroso, con entrevistas incisivas y reportajes breves sobre el terreno, con una valerosa ambición de resumir cada día el mundo entero en una hora. Esta mañana andaba un poco distraído y en vez de las habituales voces británicas he escuchado acentos mucho más familiares, tan inesperados que su efecto sentimental era más fuerte, un paréntesis de la otra vida lejana en medio del desayuno: escuchaba la música del andaluz de Jerez, un barullo callejero de voces en mi cocina de Manhattan.
Era un reportaje sobre la situación desesperada en la que viven los trabajadores de la compañía municipal de autobuses y de los servicios sociales de Jerez: hablaban hombres y mujeres que llevan varios meses sin cobrar sus salarios porque el ayuntamiento está en quiebra. Hablan pequeños proveedores que han quedado en la ruina porque el ayuntamiento no paga sus deudas. Un conductor de autobús dice que dentro de poco ya no tendrá para dar de comer a sus hijos.
Y yo me acuerdo de esos políticos demagogos que durante muchos años embarcaron a la ciudad, como a tantas otras, en proyectos de insensata megalonía, de ostentación inútil, en circuitos de Fórmula 1, en festivales de motos que convertían las carreteras de la zona en una pesadilla y hacían imposible caminar sin peligro y sin estruendo por calles tan gustosas para el paseo como las del Puerto de Santa María. Me acuerdo de los políticos que no pagarán nunca por los disparates que hicieron y de la ciudadanía cómplice que los votaba con tanto entusiasmo, intoxicada por ese orgullo identitario local que ellos supieron alentar con tanta astucia, con tanto descaro.
Parecía que iba a haber siempre para todo. Ahora no hay para pagar al conductor de un autobús o al cuidador de una abuela impedida.