V.W., de nuevo

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Una habitación propia es un panfleto; el panfleto mejor escrito que conozco, el más eficaz en su claridad de denuncia, vindicación y retrato de las cosas tal como son en el momento en que se escribe. Una habitación propia tiene una contundencia digna del Manifiesto comunista, o de los mejores alegatos de Orwell, pero es también muchas cosas más, y simultáneamente: es un ensayo demorado y caprichoso a la manera de Montaigne, a quien V. Woolf leía tanto; y es un ejercicio de reflexión caminada, de rápida divagación en movimiento. Las frases se mueven a la velocidad de alguien que camina muy rápido y está sumido en sus pensamientos y a la vez presta una atención aguda a su alrededor. Es asombrosa la cantidad de lugares por los que transita la conciencia narradora: la orilla de un río, el césped de un parque universitario, una habitación en Londres, las calles de la ciudad, la sala de lectura del Museo Británico. El texto respira esa vehemencia de las cosas que se le ocurren a uno combativamente mientras da un largo paseo llevando en la cabeza un agravio o una argumentación. Y el libro no es solo una defensa magnífica de la dignidad de las mujeres y de su derecho a vivir vidas tan plenas intelectualmente como las de los hombres: es un elegio de la literatura y de la lucidez ante el mundo, una construcción narrativa más sofisticada que muchas novelas. La propia Virginia Woolf resume en una sola línea lo que más le importa defender: “el hábito de la libertad y el coraje para escribir exactamente aquello que uno piensa”.

Sala de lectura del Museo Británico (Diliff)
Sala de lectura del Museo Británico (Diliff)