El lunes había llegado plenamente la primavera, después de este raro invierno en el que casi ningún día llegó a sentirse de verdad el frío, y en el que apenas ha nevado. Daba algo de mareo el espectáculo de los cerezos y los almendros florecidos, las aceras y las terrazas llenas de gente, los vestidos ligeros, las piernas y los hombros desnudos, la efervescencia en las voces más altas y en la suavidad del aire.
El lunes había llegado la primavera y de pronto se aceleró el tiempo y el miércoles era verano. A las diez de la mañana, cruzando Central Park, había ya una bruma de jungla en el aire. Por la tarde, en la orilla del río, familias dominicanas tomaban el fresco y encendían barbacoas, como si fuera ya Memorial Day, a finales de mayo, el comienzo oficioso de la temporada de verano. La brisa cálida traía músicas de salsa y de raggetón y olores de carne y grasa a la parrilla.
Cada día era un viaje anticipado en el tiempo. Pero ayer por la noche había niebla, hacía frío, gotas de llovizna helada pinchaban la cara y las manos. En el silencio hondo de la noche del sábado daba la impresión de que los días pudieran avanzar igual hacia el pasado que hacia el futuro.