Metamorfosis de sí misma

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En la exposición de Cindy Sherman en el MOMA me fijé en un visitante que tomaba fotos no de las obras de la fotógrafa omnipresente sino de los largos textos explicativos que hay en cada sala y que indican de manera muy conveniente al espectador qué es lo que tiene delante de los ojos. Me pareció una decisión muy sabia. Como explicó Tom Wolfe hace ya muchos años en un panfleto devastador, La palabra pintada, en el arte importa cada vez menos la obra en sí y más lo que los entendidos dicen sobre ella. En los años cincuenta del siglo pasado, dos críticos de Nueva York, Clement Greenberg y Harold Rosenberg, compitieron entre sí para envolver la pintura de algunos de sus contemporáneos en una especie de legitimidad teórica a la que los mejores entre aquellos artistas no hicieron mucho caso, pero que acabó dándoles una etiqueta y asegurándoles un lugar en el relato de la historia del Arte. Ahora el término “expresionismo abstracto” parece el término natural para designar un cierto periodo, una cierta manera de pintar, pero a los pintores mismos les parecía pretencioso o superfluo, y a los más lúcidos les irritaba por lo que tenía de clasificación obligatoria. El crítico o el teórico quieren apresar al artista en un estilo o en una categoría igual que el entomólogo clava al escarabajo o a la mariposa disecados en un trozo de cartón. El artista, si es honrado consigo mismo, si tiene verdadera ambición, ve su trabajo como un proceso, su estilo como una forma de búsqueda, y lo ya hecho se apresura a darlo por olvidado, o a dejarlo atrás con alivio, y hasta a veces con remordimiento. Al gran De Kooning, Clement Greenberg le expidió un certificado de maestría hacia 1950, pero justo un poco después empezó a pintar aquellas figuras bárbaras de mujeres tan visiblemente no abstractas que Greenberg lo excomulgó de inmediato.

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Baco (Caravaggio, 1593-1594)
Baco (Caravaggio, 1593-1594)