Hace ocho años justos, en la noche del 7 al 8 de marzo, mi padre murió sin llegar a despertarse, de un ataque al corazón, al lado de mi madre, a la que despertó su respiración muy agitada. Sonó el teléfono a las tres de la madrugada y era mi hermana para darnos la noticia. Estás dormido, suena un teléfono, en menos de un minuto te enteras de que tu padre ha muerto y no acabas de convencerte de la realidad de lo que sucede ni puedes comprender esa idea tan extraña, tan inverosímil: que esa presencia permanente en tu vida acaba de cesar para siempre, aunque nada de lo que hay alrededor -el dormitorio con la luz encendida a deshoras- se ha modificado.
Mi padre tenía setenta y cinco años y era un hombre saludable y fuerte, con el pelo muy blanco y la tez muy morena, con una cara ancha que a veces estallaba de jovialidad, cuando disfrutaba de algo que le gustaba mucho. También podía ensombrecerse y ensimismarse, pensando en el progreso de la vejez y en la fugacidad de las cosas. “La vida se pasa como un sueño”, me dijo una vez, con esa naturalidad con que la gente no letrada puede decir las grandes verdades. Como se había pasado la vida vendiendo hortaliza en el mercado de abastos de Úbeda, en cada ciudad donde iba lo primero que hacía era madrugar para visitar el mercado. Los de Madrid le gustaban mucho. Pienso que casi no debió de sufrir, y que se ahorró la decrepitud que le daba tanto miedo. Pero también pienso en todo lo que podía haber disfrutado más: cuántos paseos, cuántos mercados, cuantos viajes en grupo para jubilados, cuántos cafés y vasos de vino con sus amigos, cuánta alegría viendo a sus nietos hacerse mayores y terminar estudios y empezar trabajos.
Me gusta pensar que ellos, Antonio, Miguel, Arturo, Elena, Francisco, Úrsula, lo conocieron bien y recibieron su cariño benéfico. Los muertos se alejan en el tiempo pero lo que nos dieron y lo que nos enseñaron dura en nosotros, incluso cuando no pensamos en ellos.