Le Poisson Rouge es un sótano en la calle Bleecker que parece un club de jazz: la iluminación escasa, el techo bajo, los cortinajes negros, los focos negros y azules sobre el escenario, el rumor atenuado de las copas y los cubitos de hielo. Pero aquí se puede ver y escuchar casi cualquier clase de música: jazz, desde luego, pop acústico, lied, flamenco, gamelan, blues, clásica. Aquí escuché hace unos meses al cuarteto Brentano tocando Béla Bartók, el cuarteto nº 4, y la cualidad sincopada de la partitura se acentuaba en esta atmósfera. El gintonic o la cerveza combinan extraordinariamente con la música clásica. Le recuerda a uno que la música clásica antes de serlo formó parte de la vida cotidiana de la gente aficionada a ella, de los rituales de la comida y la celebración, de los espacios privados en los que se escuchaban tan cerca los intrumentos como si se asistiera a una conversación.
Hoy hacía un anochecer de llovizna y frío, de invierno regresado, y he ido después de clase a Le Poisson Rouge a escuchar Bach tomándome un gintonic amargo y fresquito: sonatas para violín y flauta y violín y clave transcritas para violín y arpa. El violín lo toca Lara St. John, una artista joven con un dominio técnico impresionante y un vestidillo corto como de cantante pop; el arpa, Marie-Pierre Langlamet. Tocan Bach sobre todo, y también Fauré, Debussy, Prokofiev, y una pieza que me ha gustado mucho, con laconismo como de Anton Webern, de un compositor que estaba en la sala, Sebastian Currier, Night Time. En un sitio así la música se vuelve aún más contemporánea y tangible, como el sabor del gintonic, como la ciudad desdibujada en llovizna y niebla a la que salgo después, con la memoria fresca de la música, camino del metro.