Prudencia aventurera

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Caminando a buen paso por la orilla del río tardo algo más de una hora en llegar al puente George Washington. En la bicicleta llego en menos de media hora. Después de varios días de viento cruel hoy amaneció una mañana deslumbrante, con una brisa fría que llegaba del mar. Subo río arriba y el viento me empuja acelerando el viaje. Son las once. Ayer pasé toda la tarde trabajando. Aún faltan bastantes horas para mi clase que empieza a las cuatro. El tiempo se extiende ante mí con una amplitud tan exaltadora como la del paisaje. Cuando bajo de la bici  al pie de uno de los pilares del puente me parece que he viajado muy lejos. El tráfico vibra en el armazón de hierro y suena con el fragor lejano de una catarata. La ciudad que he dejado atrás la veo tan remota como el otro lado del río.

 

En la orilla pedregosa en la que rompen las olas empujadas por la marea y en la que hay troncos de árboles y vigas de madera como restos de naufragios me encuentro gustosamente perdido en una soledad patagónica, de límite del mundo.

Y menos de una hora después estoy de vuelta en casa, sentado junto a la ventana, con el alma tranquila y las piernas doloridas, leyendo el periódico.