Un testimonio

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Una razón de la pobreza de algunos debates que deberían ser cruciales entre nosotros -sobre la educación, por ejemplo- es que en ellos no es frecuente que tengan voz quienes más saben de las cosas, quienes las viven a diario y podrían ofrecer dictámenes rigurosos y prácticos. Los que hablan más alto son los que hablan de oído: los que repiten consignas o muletillas ideológicas. Las opiniones sobre la escuela de un teórico de la Pedagogía o de un cargo sindical que no ha pisado un aula en 20 años me interesan bastante menos que las de la gente que se dedica cada día al oficio. Algunas de las personas más importantes en mi vida han sido maestros y profesores de instituto. Y por razones familiares y de amistad siempre los tengo cerca, y me gusta preguntar y escucharles. Mientras estudiaba la carrera, el porvenir que imaginaba no era de escritor, porque me parecía demasiado fantástico, sino de profesor de instituto. Pero hice una de las carreras con menos salidas prácticas que había, y la terminé en una época de tanto paro entre los recién licenciados que presentarse a las oposiciones tenía mucho de quimera. Así que me presenté a una plaza de auxiliar administrativo en el ayuntamiento de Granada, donde trabajé siete años.

De vez en cuando recibo cartas escritas por profesores que pudieron haber sido compañeros míos. Una de las últimas viene de una persona querida y cercana, a la que le pedí que me contara los cambios que ha notado en sus años de trabajo. Me escribe esto:

Muchas veces comentamos entre compañeros cómo ha cambiado nuestro trabajo. Cuando yo iba a a escuela la mayoría de la gente no concebíamos la idea de faltar al cole a no ser que fuera por algo muy serio. Tampoco pedíamos permiso para salir por un dolor de regla o de cabeza. Inmediatamente ahora te piden salir y sus padre vienen, estén donde estén, a por sus hijos. Cuando mi madre iba al cole por mí era una fiesta que yo vivía con especial placer esa tarde. Ayer un padre le envió una nota a mi compañera porque, ante “me encuentro mal” le dijo la seño que aguantara, que le quedaban dos horas de clase, que no iba a llamar a sus padres y hacerles venir para el poco tiempo que le quedaba de clase. La nota le decía que la próxima vez hiciera el favor de hacerle caso a su hija.
Yo observo que los niños cada vez llegan a mi nivel con mayor inmadurez, con poquísima capacidad de atención y de escucha. Tanto profesores de Primaria como padres están criando a los niños de una forma muy protectora, como si no tuvieran edad para entender muchas cosas a los doce años… Están muy equivocados. Por otra parte, nos encontramos con padres muy jóvenes que no ejercen autoridad sobre sus hijos, que les permiten faltar al colegio muchos días… Cada año hay más absentismo. Esto hace unos años era raro.
Así que se dan los dos casos opuestos. La tónica generalizada de interés que yo viví en mi infancia y hace unos años, ahora no se da: Los dos extremos: el exceso de protección e interés a veces enfermizo y la falta absoluta de respeto a lo que supone la instrucción y el cole. Antonio, te dejo, sigo en otro momento, ha tocado el timbre y debo salir de clase.