Libros, bicicletas, tranvías

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Uno de los rasgos más llamativos de la religión es su capacidad de metamorfosis. Está visto que en el cerebro humano hay inscrita una propensión a adorar a seres supremos y a conceder poderes milagrosos a ciertas personas y a ciertos artefactos. Puede quedar desacreditada una variante del recetario religioso, pero es posible que quien abjura de ella se instale cómodamente y sin ningún conflicto en otra veneración absoluta: la de la Patria, la del Pueblo, la del Líder Supremo. Extinguidos en su mayor parte los grandes dinosaurios políticos del siglo XX, en lo que va del XXI la divinidad hasta ahora más considerable ha sido Steve Jobs, que aún en vida ya congregaba a millones de adoradores que por nada del mundo habrían pisado nunca una iglesia, pero a los que solo les faltaba prosternarse cuando el Gurú Máximo se manifestaba en carne mortal, vestido con una ropa tan invariable como la toga romana de Cristo o la túnica de Buda, solo sobre un escenario y recibiendo una luz venida de lo alto, esgrimiendo alguno de sus aparatos milagrosos como si fuera un hisopo o una reliquia sagrada o un cáliz. En los últimos tiempos las huellas visibles de la enfermedad acentuaban el misticismo de sus apariciones. Viendo luego el espectáculo universal del luto por su muerte yo me acordaba de esa historia apócrifa del anarquista español de los años treinta que rechaza el proselitismo de un pastor protestante:

—Si no creo en mi religión, que es la verdadera, ¿cómo voy a creer en la suya?

[…]

Seguir leyendo en EL PAÍS (25 / 2 / 2012)

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