Hace años estábamos en un bar de Cádiz y el camarero se aburría viendo que no llegaba a decidirme por ninguna de las ricas especialidades que iba recitándome de memoria. Le dije que me apetecía algo ligero y él contestó como un rayo, con su tono de guasa:
-¿Una bicicleta…?
Le he hecho caso, lejos de Cádiz y mucho tiempo después. Me he comprado una bicicleta. Pensaba hacerlo cuando acabara el invierno, pero el buen tiempo ha llegado anticipadamente, y no parece que estemos en febrero, que puede ser tan crudo, sino en los días tibios de marzo y abril. Me he comprado una bicicleta de paseo, no de carreras ni de montaña, una bicicleta más contemplativa que deportista, esbelta, de color azul claro, con un manillar que se despliega como dos alas de pájaro. Esta mañana, con el sol limpio y la brisa fría del Hudson, he subido por el paseo de la orilla hasta el puente George Washington, y luego he vuelto con el viento salado en la cara. En el supermercado Fairway de Harlem, que está en una zona de edificios industriales y altos puentes de hierro sobre los que vibran los raíles del tren y del metro, he hecho la compra y la he traído en mi mochila, pedaleando por el mismo sendero por el que corría hace cinco o seis años, por el que he hecho tantos kilómetros caminando. A cada velocidad el paisaje es distinto. En bicicleta parece que a uno lo lleva la corriente del río y el empuje del viento.