De joven pensaba uno que las mejores historias eran las que tenían argumentos muy complicados y llenos de sorpresas, a ser posible coronadas por una sorpresa final que tuviera la contundencia de un choque de platillos o de uno de esos crescendos orquestales que se encargan de avisarnos con varios minutos de antelación del final de la obra. Quizás el barroquismo argumental es un síntoma de juventud, y hasta yo diría que de juventud masculina. Dejando aparte a las retorcidas novelistas de misterio británicas, cuyo público lector intuyo compuesto sobre todo por hombres, no recuerdo ahora mismo a escritoras propensas a las complicaciones narrativas. Según un narrador va cumpliendo años sus argumentos se vuelven más simples, llegando incluso a un despojamiento como el que encuentra uno en los cuentos de vejez de Borges, tan livianos de trama, tan simplemente enunciativos, que no parecen inventados por la misma imaginación que urdió El jardín de senderos que se bifurcan o La muerte y la brújula. […]
Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.