Hace unos años, José Luis Rodríguez Zapatero y algunos de sus adláteres intelectuales decidieron que en España, hasta que ellos llegaron, había reinado un silencio opresivo sobre la Guerra Civil. Del hecho de que ellos no habían leído muchos libros dedujeron que tales libros no existían. La historia tuvo éxito fuera de España, porque a muchos periodistas europeos y americanos les gusta imaginar que nuestro país está siempre sumido en la negrura del pasado, que es una negrura muy exótica, como la de las cejas y las boinas de los primitivos españoles que salen en aquella película bochornosa de Hollywood sobre la Guerra Civil, basada en una novela no mucho menos bochornosa de Hemingway, Por quién doblan las campanas. Escritores prominentes se apuntaron a la moda: les permitía presentarse a sí mismos cómo héroes que rompían un largo silencio. Los periodistas, encantados. Volvían a Finlandia o a Suecia con una historia estupenda: habían encontrado las primeras voces valientes en un país todavía poseído por el miedo.
Esa mentira, a la que tantos se apuntaron, aparte de muy perjudicial para el crédito exterior de nuestro país, es una grave injusticia: hacia todos los libros y todos los testimonios que sí se escribieron, hacia los volúmenes de memorias y los tratados de historiadores y las novelas, magníficas, buenas, mediocres, malas, que se han publicado en España desde el punto de vista de los vencidos al menos desde que Ángel María de Lera ganó en 1967 el premio Planeta con una historia de anarquistas en los días finales de la República en Madrid, Las últimas banderas.
Centenares de libros extraordinarios se publicaron en España durante esa presunta edad media que solo terminó jovialmente cuando Zapatero descubrió que, a diferencia de casi todos nosotros, él tenía un solo abuelo. Se publicaron en los setenta, en los ochenta, y en muchas veces no se les hizo caso no por una conspiración de silencio, sino por una causa más banal: porque el tema no estaba de moda. Sé de lo que hablo: Julio Llamazares publicó en 1985 Luna de lobos, una hermosa novela lírica sobre los maquis en las montañas de León; mi primera novela salió unos meses más tarde, y más de un gesto de desdén de los mandarines de entonces vino provocado por el hecho de que su argumento tuviera que ver con la guerra y la postguerra españolas.
Acaba de morir uno de los más grandes historiadores de ese tiempo, Ronald Fraser. Sus libros estuvieron publicados en España desde finales de los años setenta. Su Historia oral de la Guerra Civil es para mí el libro más valioso y completo que puede leerse sobre aquellos años: una polifonía de voces que reconstruyen no solo lo que sucedió sino también el tono moral de los que vivieron ese tiempo. Tenía el pulso narrativo de los grandes historiadores británicos, hecho inseparablemente de amenidad y rigor. Su historia del topo de Mijas es uno de los mejores relatos que existen sobre la guerra, en ficción o en no ficción. Como ciudadano y como novelista, mi deuda con Ronald Fraser es impagable. Me da pena no haber tenido nunca la oportunidad de decírselo.