El domingo amaneció inhóspito de grisura y de viento helado, pero tuvimos arrojo y nos fuimos nada menos que a Brooklyn, en busca de un mercadillo que se ha instalado en uno de los edificios más bellos y menos conocidos de Nueva York, el Hanson, un rascacielos entre bizantino y románico de finales de los años veinte.
Para el largo viaje en metro hay que proveerse de lectura. Elvira lleva un New Yorker. Yo una memoria de una neurocientífica, Jill Taylor, que sufrió un infarto cerebral y fue consciente en cada momento de lo que le sucedía, y lo ha narrado luego con esa solvencia de quien no es literato pero tiene algo claro y urgente que contar: My Stroke of Insight. El metro es como una sucursal en movimiento de la biblioteca pública. Tan gustoso como leer es levantar los ojos del libro y quedarse mirando a la gente. Hoy, frente a nosotros, una mujer negra y una niña que debía de ser su nieta, las dos muy bien vestidas, la abuela joven con una belleza de estatua africana, con una elegancia extravagante acentuada por la melena crespa sujeta sobre la frente con una ancha diadema.
Brooklyn es como el pasado de Manhattan: más vecinal, más despejado, con otro ritmo más tranquilo, menos colonizado por el absolutismo del dinero, con cielos anchos sobre las cornisas de los edificios no muy altos. El edificio Hanson, por dentro, es como una desaforada catedral románica, con columnas macizas y capiteles labrados, con bóvedas de mosaicos que representan océanos o cielos estrellados. Lo que fue un banco severo ahora es la sede de docenas de puestos en los que se vende de todo, todo lo usado, lo inútil, lo superfluo, lo que queda en las casas cuando ha muerto alguien muy mayor, lo que se ha guardado durante muchos años en desvanes, lo que nadie quiere, lo que no sirve para nada, lo que parece improbable que exista o que perdure aún, un paraíso de las enumeraciones caóticas, el hormigueo de un rastro bajo las bóvedas de un hangar bizantino. Lo mismo me entretengo exhumando menús de transatlánticos de los años cuarenta que moviendo de un lado a otro un cuadro de la Virgen María en el que cuando se mira desde otro ángulo se ve sonreir a Jesucristo. La vida es bastante corta, pero si a uno le falta carácter y se deja llevar por la curiosidad puede perderla casi entera en sitios así. Un pequeño descapotable de latón conducido por Goofy me tiene fascinado. Lo hago correr sobre la mesa del vendedor, pero cuando estoy a punto de comprarlo me reprocho ese impulso pueril. Ahora me arrepiento, claro. Podía tenerlo encima de mi mesa, a un lado del portátil, junto al tarro de los lápices. Solo costaba ocho dólares…