A Virginia Woolf le gustaba fumar puros, jugar a los bolos y escribir a máquina. Era feminista y era pacifista, y una vez que le ofrecieron un doctorado honoris causa lo rechazó con tajante elegancia. Comparaba la felicidad de escribir impulsada por el entusiasmo de la inspiración y la perseverancia del trabajo con el ronquido de un Rolls Royce lanzado a cien kilómetros por hora; con la fuerza de las hélices de un avión. Un día estaba escribiendo en su diario y al levantar la cabeza vio por la ventana de su casa de campo un zepelín que navegaba silenciosamente en la noche, con una guirnalda de luces en la barquilla; paseando por el campo con su marido, Leonard Woolf, una mañana de primavera, vio en un prado, entre ovejas y vacas, un aeroplano de fuselaje plateado y alas azules. […]
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