No he podido ver El Sur esta vez, claro, pero la he visto tantas veces que casi puedo proyectarla para mí solo en el cine secreto de la imaginación. Al escribir esto me he acordado de una expresión que los padres nos decían de niños, y que nos daba mucha rabia: ir al cine de las sábanas blancas. Era de noche, habíamos cenado, y nos hacían siempre la misma broma, en la que siempre caíamos, con la monotonía de las cosas que se les cuentan a los niños:
-Y ahora nos vamos al cine.
-¿De verdad?
-Al cine de las sábanas blancas.
Irse al cine de las sábanas blancas era irse a la cama. Pero en la expresión está, de manera sintética, la sábana blanca de la pantalla sobre la que se proyectaba la película.
En ese cine una de las películas que dan con más frecuencia exclusivamente para mí -como un potentado en su sala particular- es El Sur. Me acuerdo de la primera que la vi igual que me acuerdo de la primera vez que vi El espíritu de la colmena. El espíritu de la colmena la vi en el cine Amaya de Madrid, con dieciocho años, y me afectó tanto la imaginación que cuando años después empecé a inventar una novela la veía a veces como en escenas de esa película. Bajaba sobrecogido por la calle Santa Engracia y no sé dónde escuché a Jacques Brel cantando Ne me quittes pas. No sé dónde, ni sé tampoco por qué siempre que me acuerdo de salir del cine esa tarde me suena de fondo esa misma canción.
El Sur la vi en Granada, ya en otra vida. Creo que en el invierno de 1984. Era funcionario municipal y estaba escribiendo una novela. Escribía cada semana en el periódico Ideal una sección que se llamaba Cuaderno del Nautilus. Vivía y escribía con una sensación casi perfecta de invisibilidad. Me acuerdo de Omero Antonutti moviendo un péndulo, de Rafaela Aparicio en uno de los papeles cumbre del cine español, de un salón de bodas y comuniones en el que un camarero fatigado se sienta delante de una puerta detrás de la cual están tocando el pasodoble En er mundo, pasodoble que inconfesablemente me llena de congoja cada vez que lo escucho. José Guerrero me contó que lo escuchó una vez en el aeropuerto de Munich y que se le llenaron los ojos de lágrimas.
Es verdad que El Sur quedó incompleta. Pero hay accidentes en el arte que mejoran una obra: como esas catedrales que en vez de dos torres simétricas tienen solo una, porque se acabó el dinero, y esa falta de acabado les dio precisamente su carácter más singular. Pascal se pasó media vida queriendo escribir un tratado formidable de teología, tomando notas, intentando borradores. Pero murió antes de ponerse a redactarlo y gracias a eso tenemos la maravilla entrecortada de los Pensamientos. ¿Sería mejor el Libro del desasosiego si Fernando Pessoa hubiera llegado a darle forma? ¿O la catedral de Granada, hablando de torres, si tuviera dos? A mí no me importa que Schönberg no completara Moisés y Arón, ni Puccini Turandot, ni que algunas esculturas de Miguel Ángel se quedaran sin terminar. Pongamos los cinco sentidos en cualquier trabajo, pero dejamos respetuosamente que el azar tenga también su parte.