Quisiera uno imaginar cómo era la mirada del niño Usher Fellig cuando vio por primera vez Nueva York, después de la travesía del Atlántico en la bodega de un barco lleno de emigrantes pobres de Europa, después de haber abandonado su ciudad natal, Lvov, que entonces pertenecía al Imperio Austrohúngaro y ahora es parte de Ucrania, en ese territorio que el historiador Timothy Snyder llama con acierto sombrío The Bloodlands, las tierras de sangre asoladas por los genocidas nazis y los genocidas soviéticos. El niño Usher Fellig viajaba a Nueva York con su madre y sus hermanos para encontrarse con su padre, que había emigrado unos años antes. Lo que uno quiere imaginar se parece inevitablemente al comienzo de una de las grandes novelas americanas de la emigración, Llámalo sueño, de Henry Roth, que empieza con el encuentro del niño recién llegado con su padre al que no recuerda, pero sin duda tiene mucha menos amargura. Nada más llegar, y cuando todavía solo hablaba yídish y hebreo, a Usher Fellig sus padres le cambiaron el nombre para que sonara algo menos judío y más americano. Ahora se llamaba Arthur, pero sus ojos vivísimos y oscuros, su pelo turbulento, sus rasgos exagerados, no engañarían nunca a nadie acerca de su origen, ni siquiera cuando se hizo célebre y volvió a cambiar de nombre para llamarse Weegee,Weegee The Famous, o cuando recibió una oferta de Hollywood y abandonó la mugre y la prisa de Nueva York para instalarse en California.
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