El año pasado por ahora vi a Keith Jarrett desde la distancia telescópica del gallinero de Carnegie Hall. Esta noche he vuelto a verlo desde la tercera fila del patio de butacas, tan cerca que distinguía cada uno de los gestos que le contraen la cara y escuchaba ese canturreo que hace a veces mientras está tocando. Me ha invitado mi amigo Roberto, un gallego aficionado a la literatura y a la música que llegó ilegal a Nueva York hace treinta años y ahora tiene una empresa mediana de construcción y de reformas de viviendas. Y a través de Roberto he conocido a Giuseppe y a un grupo extravagante de devotos de Jarrett que se pasan la vida viajando a los lugares del mundo donde da conciertos. Ya tienen entradas para el próximo, que al parecer es en Tokio.
Entre pieza y pieza algunas veces Keith Jarrett se levanta y le habla al público desde un micrófono que hay al otro lado del escenario. Va con la cabeza baja y las manos en los bolsillos, como no sabiendo bien qué hacer con ellas, como cuando un cámara de televisión le dice a uno que vaya con naturalidad de un lado a otro. Tiene el sentido chocante del humor que es peculiar en algunos tímidos. Hoy dice que no puede explicarse cómo ha elegido los pantalones que lleva: unos pantalones de pinza, abolsados, como de los años 80. Dice que eso le pasa por meter la mano en el armario y ponerse lo primero que sale.
Dice también que la primera nota siempre es la más difícil. Empieza y da la impresión de que busca en ese sonido un indicio para saber hacia dónde irá la improvisación. Y siempre termina de una manera inesperada, como a mitad de una frase, como burlando cualquier expectativa de un desenlace obvio. Hace una música tan sintética que más de dos horas parecen haber durado unos pocos minutos.