La radio y el periódico habían anunciado que la nieve llegaría por la noche. Cuando hay un aviso de nieve uno examina el cielo y presta más atención a la templanza y al frío del aire, siempre con un fondo de incredulidad mezclada a una ilusión algo pueril. Salimos de casa para ir a Lincoln Center a escuchar a la Filarmónica y no hacía frío suficiente ni había suficiente silencio, y el cielo nublado estaba más gris que blanco. Dirigía Alan Gilbert, que la semana pasada interrumpió la Novena de Mahler para abochornar a un individuo al que no paraba de sonarle el móvil. Quizás en recuerdo de aquel percance la gente le aplaudió con más calor cuando subió al podio.
Esperar la nieve, esperar la música. Lang Lang tocó con mucha solvencia y sin aspavientos el concierto para piano nº 2 de Béla Bartók, que tiene un arranque que parece de Falla. Me gusta sobre todo de ese concierto la atmósfera como de niebla del segundo movimiento. Y después vino la Quinta de Prokofiev, que es una explosión magnífica de vitalidad y resplandores sonoros.
De un buen concierto sale uno confortado, vigorizado y hambriento. En la plaza de Lincoln Center ascendía la fuente luminosa y en el aire seguía sin haber indicio de nieve.
Por la mañana, al despertarme, supe que estaba nevando, sin asomarme todavía a la ventana. Lo supe por el silencio tan profundo que se filtraba en el dormitorio con la claridad amortiguada del amanecer, y por un sonido familiar: el de la pala de un portero de la calle que estaría abriendo un sendero a través de la nieve acumulada en la acera.