Fin de semana en el Puerto de Santa María, visitanto a la familia. Siempre, desde el primer viaje que hice a Sanlúcar cuando tenía poco más de veinte años, me tiró mucho esta Andalucía Baja, tan horizontal y luminosa, tan distinta de la mía nativa, la interior y adusta, la de Jaén y Granada. Días breves sin conexión a internet, comidas caseras, tapas en barras memorables, caminatas al sol y con un viento marítimo, noches de sueño de una profundidad espeleológica, favorecida por ese sosiego de encontrarse al nivel del mar y sin nada que hacer. A mediodía, en la barra del bar Vicente-Los Pepes, junto al mercado de abastos, una caña y una tapa de albóndigas de choco son la felicidad del paladar. A este bar le tenemos todavía más cariño porque era el favorito de mi padre, y porque el dueño, Vicente, se acuerda con emoción de él cada vez que nos ve.
En el Puerto hay una arquitectura magnífica, entre señorial y popular, de palacios de comerciantes del siglo XVIII, con las fachadas desconchadas por la humedad, con dinteles neoclásicos, con patios de columnas, con esos torreones sobre los tejados que se llaman vigías de naviero, que permitían ver de lejos los barcos que se acercaban por la Bahía. Donde hay comercio hay bulla y hay pluralismo. Quizás la bahía de Cádiz es uno de los pocos lugares de España donde se puede ver la gran perspectiva ultramarina que tuvo el país. Yo no he estado nunca en la Habana, pero hay soportales umbríos del Puerto o de Cádiz que me dan una intuición caribeña, tan fuerte como la sensación de reconocimiento que tuve al encontrarme en Cartagena de Indias. Tuvo que ser por aquí por donde entraban las ideas liberales y donde se fraguaban los cantes de ida y vuelta en los que fue maestro Pepe de la Matrona: Cádiz, Cartagena de Indias, la Habana, Nueva Orleans. De Cádiz es la insigne cantaora Mariana Cornejo, a la que le he escuchado una de las estrofas más sintéticas que conozco:
La Mejorana,
en el barrio la Viña
cómo cantaba.
Las palmeras enfermas y desmochadas que antes daban un horizonte de trópico a los paseos por la orilla del Guadalete ahora parecen esas rudas columnas que siguen manteniéndose en pie entre la ruinas milenarias de un templo.