Elvira, que estaba de viaje, me llama después de la medianoche:
-¡Pon la 2, que hay un especial de Frank Sinatra!
El especial está producido por la televisión pública americana, que es tan admirable como la radio pública, y que se financia en gran medida con las aportaciones voluntarias de los espectadores. Pero cuando termina y me quedo, a la una de la madrugada, sumido en la emoción y la congoja de ese talento musical incomparable -cuánto aprendió Frank Sinatra de los mejores de su tiempo, de Louis Armstrong, de Lester Young, de Billie Holiday, de Quincy Jones-, tardo un poco en apagar la televisión y me encuentro abducido por un documental de la BBC nada menos que sobre el subsuelo de la corteza terrestre: la capa delgadísima que contiene en su interior dos esferas concéntricas de fuego; la belleza y el terror de lo real, las columnas subterráneas de rocas hirvientes que saltan como geíseres en los volcanes. El núcleo de metales fundidos del centro de la Tierra tiene la misma temperatura que el Sol y determina los campos magnéticos por los que se guían tortugas, salmones y pájaros en sus migraciones intercontinentales.
Y ahora mismo, como casi cada noche a esta hora, pongo Radio Clásica y encuentro el principio de uno de mis programas favoritos, Los colores de la noche, de Sergio Pagán(sin olvidar que hace un rato, mientras cocinaba unas verduras al wok, me acompañaba jovialmente el concierto para flauta y orquesta de Mozart). Anteayer descubrí en ese programa una obra magnífica que no conocía, los Colores de la ciudad celeste de Messiaen; hoy recupero una de las músicas que conozco mejor, el quinteto con dos violoncellos de Schubert, por el cuarteto Melos, con Rostropovich.
No quiero añorar el valor de estas cosas cuando las haya perdido: quiero defenderlas y celebrarlas ahora. Me niego a dar por supuestas la radio pública, la televisión pública, todo lo que es difícil y exigente y cordial y pertenece a todos, lo que es dignamente minoritario pero no elitista porque cuanta más educación haya más personas podrán elegir disfrutarlo, no los regalos de saldo de la demagogia.