Por ejemplo

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1.- Vienen de vez en cuando a Madrid desde una provincia interior de Andalucía. Ella, enfermera; él, profesor de instituto; los dos con una experiencia muy larga, y yo creo que con mucha vocación, a pesar de los muchos pesares. Vienen a pasearse y a ver exposiciones, y a aliviarse algo del nuevo caciquismo asfixiante que lo controla todo en aquella tierra, como en tantas otras. Ella me cuenta el barroquismo delirante de las tareas burocráticas que han crecido como mala hierba alrededor del trabajo en los hospitales, y la abundancia de enchufes y cargos políticos -“de confianza”, “de libre designación”- que se dedican sobre todo a vivir parásitamente del dinero público y a traficar en palabras: “Unidades de gestión”; “Controles de excelencia”; “parámetros”; “perfiles”: Los cargos sindicales que no hacen nada; los supervisores que no tienen nada que supervisar; los gerentes que no gestionan nada porque ni son médicos ni son enfermeros ni tienen ninguna formación ni más credencial que el carnet del partido. Comisarios políticos, como los inspectores de enseñanza y muchos directores de los institutos, me explica él, designados por la correspondiente consejería. Los sueldos están congelados, y las bajas por enfermedad no se cubren: pero el delegado provincial de la consejería de cultura cuenta él solo con diez asesores de prensa, todos ellos nombrados a dedo. En una línea de tranvías que tuvo levantadas durante años las calles del centro de la ciudad y que no ha funcionado nunca el ayuntamiento ha gastado alrededor de tres mil millones de pesetas.

2.- Los dos tenían un buen trabajo en Madrid. Él era informático en las oficinas de un partido  de izquierda; ella psicóloga infantil en un centro de acogida. Los dirigentes del partido decidieron subcontratar los servicios informáticos; el centro de acogida redujo el personal porque le habían reducido las ayudas públicas. Ahora él se ha encerrado en casa, sin ánimo para seguir buscando en vano. Ella se ha hecho limpiadora.

3.- Me enseña la oficina ya casi desmantelada en la que ha pasado una gran parte de los últimos 20 años: “Más tiempo que en mi casa”, dice, sin amargura, casi con estupor, “mucho más del que he dedicado a mi familia”. De la noche a la mañana el banco en el que ha trabajado media vida le ha impuesto una jubilación forzosa. Nadie le ha dicho ni gracias. Aturdido aún, en plena forma intelectual y física, sale conmigo a la calle soleada y fría y no sabe imaginar qué hará dentro de unos días en mañanas como ésta, cómo será esa nueva vida que va a empezar de golpe.