Cuando he terminado de escribir algo hay un tiempo de alivio y luego otro de expectación y esfuerzo defensivo después del cual viene fatalmente un tercer tiempo de abatimiento, que precede a la cuarta fase, la de la incertidumbre aguda sobre el valor de lo que ya va quedándose lejos, que suele dar paso a la quinta, la de arrepentiemiento, en la cual ya no es fácil distinguir entre la lucidez y el masoquismo, como le sucedía al pobre Martín Romaña, y que anticipa la sexta, la decisión de curarse de los errores ya sin remedio, que viene a ser lo que en los catecismos se llamaba el propósito de enmienda: intentar ahora lo contrario de lo que se hizo antes, cambiar de tercio, poner tierra por medio, escribir ficción si el libro anterior fue de recuerdos, o bien contar hechos precisos para curarse de las vaguedades y las resignaciones argumentales de la ficción, cuentos breves si lo que da remordimiento es una novela, o una novela larga y compleja si es que toca arrepentirse de una narración sucinta, dejar atrás la propia sombra, hacer tabla rasa, borrón y cuenta nueva, comenzar de la nada.
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