Quizás con las mejores novelas pasa como con las caras de las personas más queridas, que no hay modo de saber recordarlas, y nos sorprenden siempre cuando de nuevo las tenemos delante. La cara es diferente, más detallada todavía en pormenores y significados. La novela es como si nunca la hubiéramos leído. Asombra la insuficiencia del recuerdo, la jactancia tonta de haber dado por supuesto un conocimiento que se nos escapa, incluso de hablar con aplomo sobre algo que en gran parte habíamos olvidado. Lo que distingue a las mejores novelas es su capacidad perpetua de metamorfosis. Al llamarlas clásicas se les atribuye de manera instintiva una inmovilidad de mármol. El término obras maestras las falsifica al convertirlas en monumentos solemnes, y por lo tanto ajenos al presente, más adecuados para la reverencia y la retórica que para la lectura verdadera, pretextos para discursos y centenarios.
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