Hambre de música

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La buena música da hambre. En Nueva York, al salir de la Metropolitan Opera o de la Filarmónica, nos gusta ir a Fiorello’s, que está enfrente, a tomar una pizza fina y crujiente o unos spaghetti frutti di mare con un tinto peleón italiano. Una noche habíamos visto a Anne Sophie von Otter cantar el Castillo de Barbazul de Béla Bartók envuelta en una túnica roja y un rato después estaba en Fiorello’s comiéndose una pizza con las manos en la mesa contigua, los labios y las uñas tan rojos como el vestido que acababa de quitarse. Hoy hemos ido a la Taberna del Alabardero a tomar tapas de jamón y merluza rebozada al salir de Lady Macbeth de Mtsensk en el Teatro Real. Qué música y qué hambre. La Sinfónica de Madrid y el coro del teatro han interpretado a Shostakovich con una vehemencia arrebatadora. Eva-Maria Westbroek tiene una presencia escénica tan poderosa como su voz. El montaje, pues como casi todos los montajes. O son de Calixto Bieito o de la Fura dels Baus o se les parecen tanto que tienen algo de franquicia. Mañana tendré que escribir algo para el periódico. Pero no quiero que se me pase la impresión de esa música, de ser envuelto y arrastrado y sumergido como por una fuerza de la naturaleza. Es comprensible que a Stalin le pareciera indignante. Pobre Shostakovich, toda la vida acuciado por el miedo.