La librería La buena vida está en una de ellas calles del Madrid romántico que van a dar al Teatro Real y a la Plaza de Oriente. Es un barrio con mucho carácter, con una escala como de capital antigua de provincia, con esa belleza sin aspavientos que es como la prosa bien hecha de la vida diaria. Por estas calles nos guió hace muchos años a Elvira y a mí el gran Juan Eduardo Zúñiga, siguiendo al fantasma triste de Larra, sobre quien él escribió uno de sus mejores libros secretos, Flores de plomo.
Anoche, en La buena vida, que tiene algo de cueva del tesoro de la literatura, se presentó el último libro de Elvira, Lugares que no quiero compartir con nadie. Había mucha gente y hacía mucho calor y Elvira conversaba en público con Toni Garrido a una velocidad como de diálogo de Billy Wilder. Cuando leí el original pensé que lo que más me gusta de este libro es que combina la intensidad confesional de Lo que me queda por vivir con la desenvoltura de crónica y observación de la vida que hay en las columnas dominicales de Elvira. Las cosas vistas con una veladura ligera hecha a la vez de humorismo y del reconocimiento de la propia fragilidad. En el libro se cuenta no el primer deslumbramiento sino el misterio que perdura cuando el tiempo ya ha asentado la experiencia: el gusto por lo que se ha ido volviendo familiar sin perder su fondo de rareza; lo cotidiano que se tarda más en apreciar porque no es evidente.
El libro se ha escrito al hilo de muchas caminatas con o sin prisa y tiene ese ritmo del ir andando y observar y escuchar sin el agobio de la línea recta. Ir caminando, ir en metro, ir en taxi. Los itinerarios de la escritura tienen la forma libre del paseo y el recuerdo. La autora es la materia misma de su libro, como quería Montaigne: en un comienzo que lo sumerge a uno de inmediato en la escritura Elvira cuenta que va en metro a un lugar lejano de Queens, para visitar al psiquiatra, en busca de alivio para la ansiedad, que es casi una enfermedad profesional del que escribe. Que un escritor en España se retrate así, de frente, tan desarmado, en la primera página, no es habitual.
Pero casi no hace falta empezar por el principio, ni terminar en la última página. Lugares que no quiero compartir con nadie es de esos libros que se dejan abrir al azar y que cambian de forma según por dónde se comience o se reanude la lectura, igual que cambia la ciudad cada día según el tiempo, según el estado de ánimo o la dirección de la caminata. El formato lo inventó Baudelaire en el Spleen de París, y lo cultivaron Walter Benjamin, Camba, Pla, Gómez de la Serna: la pura libertad de dejarse llevar por lo que va surgiendo en el acto mismo de escribir. A Elvira el escritor que más la acompaña en sus vagabundeos es J.D. Salinger, que fue tan decisivo para su vocación en la adolescencia como lo había sido un poco antes Louisa May Alcott. Leer el libro es ver también mi propia vida a través de los ojos de ella, en las viñetas magníficas que ha dibujado Miguel. Un álbum familiar.
Parece que en estos tiempos nos conforta todavía más la literatura.