Idas y vueltas

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Y de repente estoy en mi cuarto de Madrid, rodeado de las cosas que dejé aquí hace un mes, y de la montaña de las que han llegado mientras tanto, revistas que se han quedado atrasadas, paquetes de libros, algunos de ellos bienvenidos, otros invasores, otros desconocidos que traerán sorpresas a veces valiosas; con el ordenador recién encendido, escuchando el mismo disco de vinilo que dejé en el plato cuando me marché, A Love Supreme de John Coltrane. Lo distinto y lo idéntico: el lugar de trabajo, la mesa con papeles y libros, la ventana que da a un jardín y no a la calle 106, los cuadernos y los tarros con lápices. Lo que más sorprende es que a las seis de la tarde quede todavía tanto sol. A las 6 en Nueva York hace ya más de una hora que es de noche.

Uno es un huésped de sí mismo cuando llega a su casa al cabo de un mes, sobre todo en los primeros momentos, cuando deja las maletas y reconoce las cosas y se habitúa a ellas, el olor de la intimidad de aquí, que es distinto al de  la casa de la que nos marchamos ayer. Llegamos y todavía no ha amanecido, después de la noche robada en el avión, cuando a eso de la una, adormilado o dormido, uno despierta al encenderse las luces y ya son las siete, y las azafatas pasan repartiendo inexplicables desayunos. En la radio del taxi ya hay una tertulia política. Entre la ida y la vuelta el mes de noviembre cobra la forma circular de un relato, la unidad azarosa de las páginas de un cuaderno escritas de la primera a la última.