Al leer la noticia de que había aparecido tuve la tentación de comprarlo al instante en el Kindle, pero preferí tener un poco de paciencia, y hoy me lo ha traído Elvira de una librería. Lo último de Don DeLillo, The Angel Esmeralda, un volumen de cuentos. En el Kindle leo libros de ensayo, de historia, de divulgación científica. La literatura, y más aún la poesía, las prefiero en papel. Leer a Don DeLillo me provoca siempre la envidia de un estilo limpio, contenido, de una naturalidad que tiene de fondo el silencio y la monotonía. Tuve la alegría de entrevistarlo hace unos años, en una oficina más bien neutra de una agencia literaria, en un piso muy alto de la Tercera Avenida. Era un hombre modesto y cordial, serio, de sonrisas breves, de respuestas que parecían a punto de continuar y quedaban interrumpidas por un silencio más de timidez que de sequedad o arrogancia. Me contó que se había criado en una zona de clase trabajadora italiana en el Bronx. Sus padres eran inmigrantes. Cuando era joven Manhattan le parecía un lugar tan lejano como me podía parecer a mí Madrid desde Úbeda. Al cabo de un rato la entrevista se había disuelto en una cálida conversación sobre música y literatura y sobre el modo misterioso en que la vocación de escribir puede llegarle a alguien en un medio familiar y social en el que apenas existen los libros. Hablamos mucho de jazz: de joven, desde finales de los cincuenta, DeLillo vio tocar a todos los grandes maestros, en clubes donde la entrada no era más que el precio de una cerveza, y en los que muchas veces casi no había público. Una vez estaba en la barra del Five Spots y Thelonious Monk se sentó a su lado y bebió algo mirando al vacío. DeLillo se armó de valor y le dijo cuánto lo admiraba, y Thelonious se lo quedó mirando con aquellos ojos bovinos y no le contestó nada.
Ahora tengo el libro a mi lado, mientras escribo esto. Lo abro, lo toco, todavía no me pongo a leerlo. El libro de alguien a quien admiramos ya nos está envolviendo en su campo magnético antes de que empecemos la primera página, como empujando una puerta que cede en seguida, que nos admite en un mundo.