Qué poco me gusta entrar al cine con una luz de mediodía de domingo y que dos horas después, al salir, ya sea de noche. No me gustaba en Úbeda cuando iba de niño a la sesión de las cuatro en el cine Principal -allí vi, inolvidablemente, La isla misteriosa, y me emocionaba en cuanto aparecía en la pantalla aquel nombre venerado, Jules Verne- y no me gusta en Nueva York. Al salir esta noche a la ciudad oscurecida conecto el blackberry y veo en un comentario de este cuaderno que ha muerto Javier Pradera.
Nos veíamos cada cierto tiempo, en comidas de mucha conversación con amigos comunes. En los últimos tiempos se le notaba más lento, algo más ausente, más desanimado. Le había afectado mucho la muerte de Jorge Semprún, a quien estaba muy unido. Guardaba en su memoria un archivo de la intrahistoria española de los últimos sesenta o setenta años. Había crecido en una familia católica y franquista, bajo la sombra de los asesinatos de su abuelo y su padre en el Madrid republicano. Hijo del régimen, se rebeló contra él desde que tuvo uso de razón. Conoció los calabozos del franquismo y las oscuridades menos ventiladas del Partido comunista en la clandestinidad. Era un hombre ilustrado que ayudó a poner en circulación en nuestro país nombres fundamentales -Proust, Faulkner, Borges, Marx, Freud- y a rescatar otros olvidados o desdeñados: Galdós, Clarín. Si a principios de los años setenta podíamos leer La Regenta o El Aleph o A la sombra de las muchachas en flor o La interpretación de los sueños era en gran parte gracias al trabajo como editor de Pradera. Porque leíamos esos libros muchos de nosotros nos librábamos de la roña franquista y de la sequedad ideológica antifranquista. Javier Pradera fue un demócrata de corazón y un progresista sin sectarismo. Era un hombre de la galaxia de los libros y los periódicos. Sabía que sin educación rigurosa, amplitud de intereses culturales, prensa sólida y seria e imperio de la ley no hay democracia posible. Estaba tan dotado para la reflexión política como para el deleite civilizado de la comida y la amistad. En el metro, mientras volvía a casa en la noche del domingo, no consigo hacerme a la idea de que Javier Pradera se ha muerto.