Este hombre joven, Michael Perry, que parece todavía más joven de lo que es y que tiene un flequillo tieso sobre la frente y mira con la intensidad impúdica de un niño, será ejecutado exactamente dentro de diez días. Las dos paletas prominentes exageran su sonrisa y su risa fácil y le dan un aire de caricatura de dibujos animados. Su palidez malsana es la de quien desde hace mucho tiempo no conoce otra luz que los neones punitivos de una galería de condenados a muerte. Tiene veintiocho años, pero podría tener quince o dieciséis, dieciocho como máximo: como si se hubiera quedado en la edad que tenía cuando una noche de pastillas y alcohol fue con un cómplice a robar un coche deportivo rojo que a los dos les gustaba mucho en el garaje de una casa en una zona residencial de Tejas y acabó asesinando a tres personas: la dueña de la casa y del coche, su hijo de dieciséis años, un amigo de su hijo. Al cabo de menos de tres días de ir atolondradamente de un lado a otro en el reluciente coche rojo, y después de un tiroteo y de una huida insensata sobre el asfalto de una zona de descanso para camiones de gran tonelaje, Perry y su cómplice, Jason Burkett, fueron detenidos. En ningún momento hubo dudas sobre la culpabilidad de ninguno de los dos. Perry fue condenado a muerte. Burkett a cadena perpetua.
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