Alta cetrería

Publicado el

En cualquier oficina que dependa del gobierno federal se advierte la penuria de una administración esquilmada y deteriorada desde hace muchos años por políticas de reducción a toda costa del gasto público. Una oficina de la Seguridad Social americana, o de Correos, le da a uno la impresión de haber llegado a un país mucho más pobre, más o menos en quiebra. En las oficinas de correos de mi barrio las colas pueden durar horas. Todo está deteriorado, gastado. Los ordenadores son viejos, los empleados tienen un aire general de aburrimiento o desolación, aunque casi siempre son amables. Nuestro amigo Jim nos contó ayer una escena inaudita: llegó al aeropuerto Kennedy en un vuelo desde Madrid, y en cabinas donde suelen estar los oficiales de inmigración no había nadie. Iba afluyendo gente de más vuelos, y la sala estaba llena, pero las colas no se movían. En las cabinas seguía sin haber funcionarios. Una empleada de una línea aérea le explicó a Jim lo que pasaba: había terminado un turno, y aún no se incorporaba el siguiente, porque el gobierno ha dejado de pagar horas extras.

En la oficina de correos la mitad de las máquinas están estropeadas. No se pueden comprar sellos en ellas, ni mandar paquetes, con lo cual hay que ponerse a la cola, y los empleados despachan sus tareas con aburrida lentitud. Una supervisora intenta arreglar un ordenador siguiendo las instrucciones que alguien, un técnico, le da por teléfono. El teléfono es de un modelo muy viejo y está asegurado con esparadrapos. La supervisora se lo aplica al oído con una mano -tiene largas uñas postizas pintadas de purpurina, algunas con las barras y estrellas de la bandera americana, a la moda de muchas mujeres negras- y en la otra sostiene un puñado de cables recubiertos de ese plástico gris sucio de los ordenadores de hace veinte años.

No sé cuánto tiempo he perdido para mandar unos sobres certificados. Bajo distraído hacia Riverside Drive y al pararme en un semáforo veo que hay un grupo de gente mirando hacia la copa de un roble. Alguien dispara con sigilo una cámara. Lo que hay en lo alto de una rama, inmóvil como un ídolo, con un perfil rotundo de escultura egipcia, es un halcón de más de un metro de altura. Mueve la cabeza con gestos secos y observa desde arriba a quienes lo miramos con una arrogancia de déspota. Se mece ligeramente en la rama, en la mañana soleada y sin viento.

Y entonces se echa hacia adelante y extiende las alas y alza el vuelo sobre el tráfico y las copas de los árboles, batiendo el aire con un ritmo lento y solemne, en rápidas ondulaciones musculosas. Probablemente regresa a la torre entre neogótica y art-déco de la iglesia de Riverside, en la que desde hace años hay un nido de halcones. Su silueta es un garabato que asciende y se pierde en el aire.

Y cuando el halcón se ha ido y ha desaparecido su peligro ocurre algo extraordinario: los bancos, el suelo del parque, las ramas bajas de los árboles, el muro de piedra, se llenan de gorriones y palomas, y de pronto hay gaviotas que vuelan bajo y ardillas que corretean sobre las hojas secas. Como el torbellino y el escándalo en un aula de la que acaba de marcharse un maestro temido.