El mundo está bien hecho. Al menos algunas veces, en ciertos lugares, en la mañana del último día de octubre en Madrid, que le depara a uno una alegría como de poema celebratorio de Jorge Guillén. Por no se sabe qué fiesta ecuestre, la calle de Alcalá, Cibeles, el paseo del Prado y el de Recoletos están cerrados al tráfico, ya escaso en este largo fin de semana en el que la ciudad se queda más desierta. Pasear cerca de la fuente de Cibeles sin el fragor de los coches ni los pitidos de urgencia de los semáforos es descubrir una ciudad de amplitudes tranquilas y perspectivas ilustradas: el Madrid de todos los días y el Madrid nunca visto, los edificios agrandados por esa transparencia que tiene el aire la primera mañana de sol después de la lluvia que lo limpió todo. Y es un alivio bajar por el paseo del Prado sabiendo que la crisis ha tenido la ventaja lateral de frustrar los planes de renovación insensata del alcalde megalómano. Los árboles colosales, las losas muy pulidas, desgastadas y embellecidas por el tiempo, las fuentes neoclásicas: algo está muy bien hecho, se ha ido haciendo a lo largo de siglos, y a quienes vivimos ahora nos vendría bien la humildad de considerar que nuestra tarea más honorable no es dejar la huella pomposa de nuestro capricho sobre todo lo que existe sino trasladarlo en las mejores condiciones posibles a los que vengan detrás.
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