Hábitos del regreso: el primero de todos, la primera mañana, todavía con la confusión del jet lag, subir por Broadway, por la acera de sol, desde la esquina de la 106, comprobando que todo sigue en su sitio, más o menos: la tienda cubana de vinos en la 107, y un portal más arriba la lavandería coreana, y luego el restaurante indio barato, con su escaparate de budas y de dioses hindúes. El tailandés de la 108 ahora es una taquería que se llama Cascabel. La papelería de la 109 sigue teniendo su escaparate desastroso y su colección magnífica de cuadernos y rotuladores, de la que he sacado tanto provecho. En el lado este de Broadway, en la esquina de la 108, se ponen unos vendedores de libros de segunda mano. Algunas veces ni se molestan en ordenarlos sobre una mesa plegable: los amontonan en el suelo, de cualquier manera, pero hay que mirar con cuidado a pesar de todo porque se puede encontrar una edición buena y barata en medio de lo que parece casi un vertedero. En el edifico de esta esquina tuvo alquilada una habitación el gran Hank Jones, que murio hace un par de años. Tenía guardado un Grammy en una caja de zapatos y sobre la mesa de noche había un volumen de partituras de Debussy. Fue uno de los grandes de la música, pero probablemente se le recordará sobre todo, o se le habrá visto sin reparar en él, porque acompañó al piano a Marylin Monroe en la fiesta de cumpleaños de John F.Kennedy en Madison Square Garden.
Más arriba hay otro puesto de libros un poco más civilizado. El dueño tiene una piel curtida y bronceada como explorador ártico porque se pasa aquí la vida, lo mismo en invierno que en verano, y ha desarrollado una habilidad extraordinaria para leer de pie. No lee, devora. Devora grandes libros de historia y obras maestras de la literatura con la misma avidez que novelas de terror o de ciencia ficción de portadas chillonas. Tienes opiniones feroces y no se las calla, aunque perjudiquen a su pobre negocio. Un día estuve mirando indeciso una novela de Styron y me dijo disuasoriamente: “That’s a piece of shit”.
Más tentaciones: la librería Book Culture, en la 112, junto a la oficina de Correos. Y más arriba, en la 113, la delegación local de la New York Public Library, a donde me he venido muchas veces a leer y a escribir, o a mirar por la ventana hacia Broadway desde la perspectiva del primer piso.
Donde acabo, inevitablemente, es en la Hungarian Pastry Shop, que está en la esquina de la 111 y Amsterdam, casi enfrente de St. John the Divine, la una catedral gótica todavía en construcción en el mundo. La Hungarian Pastry Shop, que debió de ser fundada en los tiempos en que este barrio estaba lleno de exiliados centroeuropeos, es un café sin adornos, sin florituras, y lo que es mejor todavía, sin música. Las mesas están viejas y las paredes agradecerían una mano de pintura, pero cada vez que vuelvo agradezco que nada haya cambiado. En vez del hilo musical reglamentario punteado por un teclear de portátiles, como en los Starbucks, lo que se oye es un rumor grato de conversaciones. En la Hungarian Pastry Shop hay gente que trabaja en los portátiles o que lee a solas, pero también hay grupos o parejas de conversadores, y a mí me gusta tomar mi café prestando atención a esas voces, teniéndolas de fondo mientras leo o escribo. Algunos pasajes de La noche de los tiempos tuvieron aquí sus primeros bocetos. En una pared, a la entrada, hay un anaquel con portadas de libros cuya escritura tuvo alguna relación con la Hungarian Pastry Shop. Pero yo nunca me he decidido a traer el mío.