El acuarelista en el matadero

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Cuando las palabras mienten la estética dice la verdad. En los años veinte, en los treinta, el comunismo y el fascismo parecían cada uno la antítesis del otro, pero mucho antes de que algunas mentes lúcidas se fijaran en las similitudes profundas que los unían ya estaban declarándolas las opciones estéticas de cada uno. Las máquinas, las multitudes, los cuerpos desnudos, el deporte. El hombre nuevo soviético se parece extraordinariamente en su físico al hombre nuevo nazi o fascista, igual que se parecen las escalas arquitectónicas y la propensión a eliminar a millones de seres humanos. La misma demencia constructiva arrebataba casi simultáneamente a los matarifes de Moscú y a los de Roma o Berlín. Albert Speer proyectó para Hitler la cúpula más desaforada del mundo. En 1937, al pintor Aleksandr Deineka le encargaron unos murales gigantescos para el nuevo palacio de los soviets de Moscú, que iba a tener una altura de 415 metros, y que estaría coronado por una estatua de Lenin de 100 metros. Los deportistas desnudos a los que pintaba o dibujaba Deineka en sus momentos de más disciplinada imaginación habrían entusiasmado al doctor Goebbels. Y cuando un cuadro suyo de corredoras atléticas se expuso en 1934 en la Bienal de Venecia lo compró de inmediato el Ministerio de Educación de Mussolini. En la extraordinaria exposición dedicada a Deineka en la Juan March, junto a sus cuadros y sus dibujos de deportes, hay auriculares colgados en la pared en los que pueden oírse himnos políticos y deportivos soviéticos. No hay la menor diferencia entre los unos y los otros, y su contundencia marcial es idéntica a la de los himnos italianos o alemanes de entonces.

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