Me gusta haber vuelto a Bruselas y a este hotel Metropol donde ya estuve hace cuatro años, aunque me quedaba de él un recuerdo muy vago, indigno de su solemnidad abrumadora de hotel de otro siglo. En aquella visita me acompañó Antonio, que acaba de pasar en Bruselas unos meses como becario en la Comisión Europea. Entonces, a los 23 años, a punto de cumplir 24, estaba en el umbral de la nueva vida de las obligaciones y el trabajo. A lo largo de varios días dimos paseos y paseos por la ciudad, soleada y cálida en aquella primavera, viéndolo todo, conversando mucho. Igual que aquella vez, ahora he vuelto también invitado por una extraordinaria librería, Passa-Porta, que organiza con frecuencia festivales y actividades literarias. Con Gonzalo del Puerto, del Instituto Cervantes, he presentado la traducción al holandés de La noche de los tiempos. Por toda la ciudad se oye a gente joven hablando español. Ayer era casi verano en Madrid. Aquí es plenamente otoño. En el hotel hay una foto del Congreso de Física de 1911, que se celebró en sus salones, y en el que estaban todos los cerebros prodigiosos de entonces, Max Planck, Einstein, Rutherford, Madame Curie, sonriente y sola entre tantos severos varones bigotudos y barbudos.
Mañana voy a Amsterdam. En estas ciudades confortables del norte pienso en la gran idea que es Europa, en lo fácilmente que nos hemos acostumbrado a ella, a estos tránsitos de unos países a otros sin fronteras, a esta mezcla tan singular en el mundo de sociedades abiertas y redes públicas de solidaridad, y en lo que la echaremos todos de menos si alguna vez llega a romperse, si perdemos lo que es tan valioso por no haber sabido apreciarlo y defenderlo cuando lo teníamos. Me gusta Europa porque es una patria completamente artificial.