Venía en el New York Times una buena entrevista con Christopher Hitchens, que acaba de publicar un nuevo libro de ensayos. El año pasado le diagnosticaron un cáncer de esófago. Me gusta mucho su descaro voltairiano de librepensador en un país donde hay zonas tan amplias completamente sumergidas en el integrismo religioso. Hitchens escribe con una agudeza de panfletario desumbrante lo mismo sobre política que sobre literatura, por no hablar de su adversario favorito, la religión en casi todas sus variantes. Como a muchas personas muy inteligentes, a veces su propia brillantez lo ha cegado, haciéndole tomar en público posiciones absurdas, como cuando en 2003 defendió con un fervor de converso la invasión de Irak. Pero estar en desacuerdo con él es un ejercicio intelectual tan estimulante como compartir algunas de sus preferencias literarias, Orwell sobre todo.
Entrando y saliendo del hospital, Hitchens no deja nunca de escribir. El vividor desafiante que hace poco se retrataba fumando en la ducha o exhibiendo una copa en la mano y una barriga de bebedor de whisky ahora en un hombre con la cabeza pelada que mira a la cámara con la intensidad de quien está viendo su propio declive en un espejo. Me gusta mucho algo que dice de él Charles McGrath en la entrevista: que prefiere verse a sí mismo viviendo con un cáncer, no muriendo de él.