Ha llegado el momento

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Hay siempre algo de alarma en el despertar de la mañana del lunes: el chantaje de lo urgente aplazado, el de las obligaciones, las cartas sin contestar, los compromisos sin cumplir, las fechas límite de entrega que se quedaron atrás, el puro sobresalto de lo que uno no sabe que es, pero anda por ahí, rondando, a la vuelta de la esquina, en el buzón, en la bandeja virtual de entrada. Las personas de cierta edad hemos visto el tránsito de la realidad a la metáfora: la bandeja de entrada en las oficinas donde yo empecé a trabajar en los años ochenta era una bandeja de verdad, que se ponía sobre la mesa, llena de papeles, gemela a la otra, la bandeja de salida. Como la palabra pluma, en la que hace tanto tiempo que dejó de haber una pluma de ave, o la expresión “dejarse algo en el tintero”, cuando hace tantísimos años que no hay tinteros, y casi no hay tinta, o la palabra “manuscrito”, que designa ese documento que se manda por correo electrónico a una editorial. Arqueología del idioma.

A media mañana interrumpo el trabajo para ir al supermercado. Rápido, para volver cuanto antes, pensando por el camino en lo que haré en cuanto vuelva, en cuanto me siente de nuevo frente a la computadora. Muy distraído, casi sin fijarme en nada, ni siquiera en el oro suave de la mañana de octubre, justo desde la puerta del supermercado veo un gran letrero en la mampara de una parada de autobús:

HA LLEGADO EL MOMENTO DE DESAPARECER

Es como uno de esos mensajes, como esos oráculos terminantes que uno encuentra a veces en la poesía: Il faut tenter de vivre, Hago rojas señales a tus ojos ausentes, Recuerde el alma dormida, Compadre quiero morir/decentemente en mi cama, April is the cruellest month, La nature est un temple où de vivants piliers,Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, etc. Desaparecer en una isla, en una vida más secreta, en la invisibilidad de alguien a quien no vendrán a pedirle cuentas. Lo digo siempre, hay quien nace acreedor y quien nace deudor y yo nací deudor. Pero no tengo mucho tiempo de pararme a pensar en ese mandato que parece aludir a este momento de mi vida. Compro en el supermercado. Procuro no escuchar la abominable música ambiental. Hago cola en la caja, no sin impaciencia. Salgo a la calle con la mochila cargada y busco el mensaje en la parada del autobús.

HA LLEGADO EL MOMENTO DE DESAPRENDER

No es un mandato poético dirigido exclusivamente a mí: es un anuncio de un banco, una de tantas tonterías de la publicidad. Lo leí tan rápido que las últimas sílabas las había inventado.