Agradecí ayer que Mgc, Diego Ariza y algún amigo más de esta página se hicieran eco de la muerte de mi querido Thomas Mermall. Nos habíamos escrito por última vez a finales de agosto: en su última carta me contaba que por fin estaba de vuelta en casa, después de la convalecencia de una terrible operación. Hacíamos planes para volver a vernos cuando yo regresara a Nueva York, en noviembre. El invierno pasado le habían detectado un cáncer de páncreas. Cuando me lo contó me dijo que por primera vez se enfrentaba a un enemigo más temible que los nazis. Ni siquiera entonces perdió el gusto de vivir. Era uno de los seres más nobles que he encontrado en mi vida. Uno lo conocía y deseaba en seguida merecer su amistad. Era culto sin pedantería, inteligente sin arrogancia ni cinismo ni frialdad de corazón. Disfrutaba igual de una caminata al sol una mañana de invierno que de una novela o de la belleza de una mujer que se le cruzara por la calle. Después de los setenta años se había entusiasmado por el idioma y la literatura francesa, y me contaba sus progresos en el habla y sus inmersiones en Zola o en Proust. Con su mujer, Penelope, a la que amaba apasionadamente, había pasado un mes entero en París, y volvió contando maravillas y presumiendo, en el invierno de Nueva York, de una elocuente boina francesa. Había conocido muchas veces y muy de cerca el sufrimiento pero ahora, como dice Nietzsche, descansaba en la alegría. La última vez que estuvimos juntos antes de la enfermedad fue a finales de noviembre del año pasado, comiendo en un restaurante barato de Broadway con Michael Scammell, el biógrafo de Arthur Koestler. Los dos, cada uno a su manera, conocían muy bien aquella Europa sacrificada de la que Thomas procedía, la que destruyeron carnívoramente Hitler y Stalin. A mi amigo le impacientaba que tanta gente se pusiera tan metafísica preguntándose sobre el misterio del mal, sobre lo que sucedía en las almas de los verdugos soviéticos o nazis: funcionarios obedientes, o enfermos de veneno ideológico. Lo que a él le parecía necesario investigar era el misterio del bien, porque gracias a él había escapado a la muerte a los seis años y había podido tener una vida tan larga, tan fértil, tan disfrutada. Volvió a su región natal cuando se lo permitieron, después de la caída del comunismo, pero entonces ya había muerto el campesino que les salvó la vida a él y a su padre.
M enviaba capítulos de sus memorias según los iba escribiendo. Es imprescindible que vidas como la suya sean contadas, mientras todavía hay tiempo. El tiempo se acaba en seguida. Los perseguidos se mueren sin dejar testimonio y cada historia no contada es una capitulación ante los verdugos. Thomas Mermall había escapado de los nazis y luego de los soviéticos, su mano de niño siempre asida a la mano grande de su padre, pero carecía por completo de rencor o amargura. Su conocimiento de la literatura española era tan hondo como su amor por nuestro país, aunque lo entristecía la zafiedad de nuevos ricos que había advertido a veces en sus visitas de los últimos años. No sé imaginarlo enfermo, ni muerto. Lo recordaré siempre con la gran sonrisa con que me recibía cuando nos encontrábamos.