Hay lugares perfectos. Hay viajes perfectos. El viaje en tren una mañana de domingo entre Hannover y Múnich, por ejemplo. Está nublado y guirnaldas ligeras de niebla flotan sobre los prados o sobre las laderas con grandes bosques de coníferas. El único defecto que yo le veo a la mayor parte de los viajes en tren en estos tiempos es que duran muy poco. El tren de Hannover a Múnich es muy bueno, buenísimo, confortable y rápido, silencioso, más aún en esta mañana en la que por ser día de fiesta hay menos viajeros. No es un tren de alta velocidad, sin embargo, ni falta que hace. Es un tren perfecto. La luz del día nublado hace más acogedor el interior de los vagones. Casi todos los viajeros van leyendo cuantiosos periódicos dominicales. Uno de los muchos inconvenientes de no saber alemán es no poder disfrutar golosamente de esas páginas tan anchas en las que todavía parece que importa tanto la palabra escrita. El rumor de las hojas de los periódicos da al silencio del interior del tren una cualidad de atmósfera de biblioteca. El movimiento es tan regular que me permite tomar apuntes tranquilamente en un cuaderno. Demasiadas tentaciones que habría que disfrutar de manera simultánea, por no prescindir de ninguna: mirar los prados y los bosques, los ríos de curso opulento y tan calmado que reflejan nítidamente en su superficie los árboles de la orilla y las nubes pasajeras, los pueblos de tejados en punta que muchas veces están cubiertos de placas solares, las agujas de pizarra de las iglesias, las fábricas que uno imagina de productos supertecnológicos y que no ofenden el paisaje; o bien leer sin levantar los ojos del libro que me acompaña en estas idas y venidas desde que salí de Madrid, La educación sentimental, en una edición francesa de bolsillo clara y gustosa de leer y con centenares de notas oportunas que explican cada nombre, cada alusión histórica; o bien escribir en uno de esos cuadernos que conviene llevar siempre consigo, y en los que uno quisiera como un dibujante hacer sketches rápidos y certeros de todo lo que va viendo; o no hacer nada, y dejarse llevar y adormilarse suavemente, con el libro abierto entre las manos, con la cabeza vuelta hacia la ventana por la que se suceden los bosques, los ríos, los pueblos, las torres de las iglesias, las estaciones, la quietud del domingo. En una de ellas se para el tren y el nombre que hay en el cartel despierta un breve escalofrío: Nürnberg. Qué raro que esos nombres que tienen sobre todo una resonancia ominosa de símbolos se correspondan con lugares reales, con esa estación en la que suben o bajan algunos viajeros, más allá de la cual se ve un horizonte de edificios industriales.
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