A diferencia de sus hermanos, a Elena la vi nacer. A Antonio me lo señaló una enfermera detrás de una pantalla de cristal, en una sala grande en la que había docenas de bandejas con recién nacidos. “El cuarto por la izquierda, el que tiene la raya en el pelo, ese es su hijo”. Como había nacido con tanto pelo las enfermeras se divirtieron peinándolo con raya. A Arturo me lo puso en brazos un médico y era tan pequeño que casi no pesaba. A Miguel ya he contado que lo conocí en la puerta de su guardería, el día de su sexto cumpleaños, y que me saludó con mucha formalidad y con una mirada muy curiosa, sin recelo, con su innata disposición de afecto. A Elena la vi nacer en una habitación de hospital que recuerdo en penumbra. Surgió del vientre de su madre entre las manos enguantadas de un médico, violácea y luego muy roja y rompiendo a llorar nada más llenársele los pulmones de aire, su pequeño pecho poderoso, su cuerpo entero bocabajo, chorreando sangre y líquido amniótico, un animal desvalido perfilándose contra la claridad que filtraban las cortinas de la habitación, que daban al paisaje de olivares de Úbeda. Por aquellos días yo estaba empezando a escribir mi libro sobre Córdoba. Hacia finales de este mes ella se irá a Trieste a estudiar el último año de su carrera. Uno no sabe cómo sería el tiempo si no lo midiera con las vidas de los hijos.
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