El domingo llegaron César y sus hijos a la hora de comer. Venían de Ademuz, el pueblo de la madre de Elvira, donde pasaban los veranos de niños. Llegaron cansados del viaje, acalorados, hambrientos. Los invitamos a compartir un arroz caldoso con rape, calamares y langostinos, y César nos dejó a cambio una caja de tomates que había recogido esa misma mañana en una de las huertas de aquella vega fértil por la que pasa el Turia, como un oasis rodeado de cerros pelados y rojizos. La caja de tomates era más bien el cofre de un tesoro: unos tomates grandes, irregulares, de carne maciza y rosada, como los que mi padre cultivaba en su huerta, que se llamaban “de carne de doncella”. Probarlos es casi un pecado de lujuria más que de gula. Ahora, por las noches, mientras nos dura el tesoro, cenamos siempre lo mismo: una ensalada de tomate, con aceite virgen de oliva, con un poco de cebolla picada, de la que también nos trajo César, crujiente y jugosa al morderla, con una lata de ventresca de bonito. Los trozos de tomate se deshacen en la boca con un estallido carnoso de frescor. Tinto ligero, barquitos de pan mojados en aceite. Por muy cuidadosamente que los administremos, los tomates se habrán acabado antes de dos días.
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