Tiranos escultóricos

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¿Por qué tendrán los dictadores esa inclinación tan marcada hacia el arte de la escultura, en sus variantes más espantosas? Recuerdo aquellas imágenes de Bagdad que se veían durante la invasión, una especie de rotonda de tráfico en medio del desierto coronada por un arco monumental que eran dos puños que sostenían dos espadas cruzándose entre sí. Y en estos días se están viendo mucho, casi siempre de pasada, ejemplos de la afición escultórica no solo de Gadafi, sino de parte su familia, concretamente su hija: un gran puño de acero que estruja un avión de guerra americano; y, en la casa de ella, un sofá bañado en oro con forma de sirena y con un busto que al parecer es el retrato de dicha señora. El mundo comunista estaba sembrado de estatuas gigantes de Lenin y Stalin. Hitler tenía aquel escultor de cámara que manufacturaba arios gigantescos desnudos tan lamentables que hasta Albert Speer, que se las daba de hombre fino, se avergonzaba de ellos. Y de la afición a la escultura del caudillo de aquí tenemos ejemplos pavorosos en el Valle de los Caídos. Quizás una ventaja lateral de la democracia es que favorece menos la proliferación escultórica. Aunque, por otra parte, si a los dictadores no les gustaran las estatuas, la gente no tendría el júbilo de derribarlas.