Santander, de nuevo el verano fresco y civilizado del norte. Días de laboriosidad y también de descanso en este tiempo en el que estoy disfrutando tanto el alivio de callar, de no escribir en público. Una de las mejores maneras que hay de brillar es brillar uno por su ausencia. Me gustaba dar clase por la mañana y tener libre todo el resto del día, con los compromisos reducidos al mínimo, con tiempo ancho y sereno para dar paseos, probar la comida sabrosa de esta tierra, echar la siesta, escribir ese cuento que se me ocurrió completo en una noche de insomnio, terminar la lectura de El doctor Zhivago, una novela que hace daño de tan triste que es, aunque esté atravesada de pasajes luminosos de celebración, paréntesis breves en el espanto.
Me gustaba salir del hotel con el fresco de las nueve de la mañana y caminar hasta el palacio de la Magadalena, atravesando ese bosque que tiene algo de bosque de cuento, con sus pequeñas esculturas talladas en los tocones de algunos árboles cortados: un pingüino, una seta, una silla, un botijo, un cofre. Me contaron que las esculturas las hace por gusto el jardinero del palacio. El palacio, surgiendo entre los árboles, al filo del acantilado, también tiene algo novelesco, sobre todo si hace una mañana de niebla, o cuando se lo ve desde lejos, alto de torreones, por encima de la playa.
Hoy, el penúltimo día, bajamos temprano a la playa desierta y en unos segundos la tenue llovizna arreció en chaparrón y volvimos calados al hotel. En la mañana gris era más fácil quedarse trabajando. Escribo todo el día, acercándome al final, y cuanto más me acerco lo sigo viendo a la misma distancia. Nuevos pormenores con los que uno no contaba surgen en el momento de escribir. He terminado hace menos de una hora, aturdido, aliviado. Le he puesto al cuento el mismo título de un artículo que publiqué hace poco y que trata más o menos de lo mismo, El miedo de los niños. El miedo a los monstruos de los cuentos como advertencia práctica sobre los monstruos de la realidad. Ahora he bajado al vestíbulo para anotar esto y he dejado a Elvira leyendo el cuento en la habitación. Me ha dicho que bajará cuando lo haya terminado. Quizás sin la permanente inseguridad no me gustaría tanto este trabajo.
P.S.- Y gracias a todos los que durante este tiempo habeis mantenido habitado el cuaderno.