Llevo ya tres o cuatro días leyendo La montaña mágica. Han pasado treinta años desde mi lectura anterior -en el cuartel, nada menos- y el recuerdo se mantenía inusualmente claro, con esa viveza de colores que tienen los frescos antiguos, que basta un poco de agua empapada en algodón para que recobren todo su esplendor. El viaje de Hans Castorp al sanatorio en las montañas suizas es el viaje mismo del lector a la novela, y también la sensación de haber llegado a un lugar cerrado y ajeno al mundo que tiene sus propias leyes y en el que será grato pasar un tiempo significativo. El joven ingeniero, sin ninguna vocación, el primo enfermo, el recuerdo de un abuelo muerto, único guardián de un niño sin padres. Las ganas de quedarse a vivir en ese lugar, fuera del tiempo y el espacio, en esa novela. La traducción de Isabel García Adánez fluye muy bien en español, con una especie de austera magnificencia. En la segunda página encontré este pasaje magnífico, que ya me conquistó de nuevo:
“Dos jornadas de viaje alejan al hombre -y con mucha más razón al joven cuyas débiles raíces no han profundizado aún en la existencia- de su universo cotidiano, de todo lo que é consideraba sus deberes, intereses, preocupaciones y esperanzas; le alejan infinitamente más de lo que pudo imaginar en el coche que lo conducía a la estación. El espacio que, girando y huyendo, se interpone entre él y su punto de procedencia, desarrolla fuerzas que se cree reservadas al tiempo. Hora tras hora, el espacio crea transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo, pero que, de alguna manera, superan a éstas.
Al igual que el tiempo, el espacio trae consigo el olvido; aunuqe lo hace desprendiendo a la persona de sus contingencias para transportarla a un estado de libertad originaria(…) El tiempo, según dicen, es Lete, el olvido; pero también el aire de la distancia es un bebedizo semejante, y si bien su efecto es menos radical, cierto es que es mucho más rápido”.