Un cómplice de Proust

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Las fotos de Eugène Atget me hacen acordarme del mundo de Proust; no los salones obvios de alta sociedad que imaginan quienes no lo han leído, sino lugares mucho más secretos, personajes y sensaciones que permanecen en la memoria mucho después de la lectura, y que son los primeros que reconoce uno cuando vuelve a ella. En el París de Atget, como en el de Proust, hay kioscos circulares cubiertos por completo con carteles de grandes letras que anuncian espectáculos teatrales y musicales, niños que juegan en los parques burgueses vestidos con mucha formalidad y vigilados por institutrices, artesanos y vendedores ambulantes que pasan por la calle cantando pregones, organilleros que se detienen en una acera y miran hacia los balcones a los que tal vez se asome alguien para lanzarles unas monedas. Pero en las fotos de Atget están también los indicios de un París proletario y un París clandestino, la ciudad de sombras a la que desciende según va haciéndose adulto el narrador de En busca del tiempo perdido, para observar a la vez de lejos y de cerca a los personajes de Sodoma y Gomorra, los hombres que se ponen colorete en las mejillas y carmín en los labios, las mujeres que se visten de hombres. En algunos escenarios de Atget se distingue una figura desenfocada o medio desvanecida, o reflejada en un espejo, o velada tras un cristal: en esos patios de hoteles particulares sobre cuyo pavimento empedrado repican los cascos de los caballos que tiran de los coches de los ricos, pero en los que también hay talleres, tiendas modestas, pasadizos que llevan a viviendas muy humildes.

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El Grand Hôtel de Cabourg (Calvados, Francia)
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